18.9 C
Córdoba
lunes 2 de diciembre de 2024
spot_img
InicioActualidadNapoleón, mala película: ¿la culpa siempre la tiene el feminismo?

Napoleón, mala película: ¿la culpa siempre la tiene el feminismo?

 

Una vida de novela, como decía el propio Bonaparte, es reducida por el director a una inconexa sucesión de batallas e intrascendentes diálogos de alcoba.

¿El contexto geopolítico? Bien, gracias. ¿El genio y la gloria? Ni noticias. Ya cuando vi algunos anticipos y comentarios me imaginé que el feminismo había metido la cola a través del no muy original trámite de agrandar la figura de Josefina —una señora frívola, frecuentadora de salones, amante de la buena vida y con cero interés en los asuntos de Estado— en detrimento de su marido. Un trámite tan obvio como berreta.

No sé si esto es spoiler porque la vida de Napoleón es conocida. Pero me voy a explayar sobre el modo en el que la enfoca el director, así que si la vas a ir a ver… ya sabés. Por mí te podés ahorrar el precio de la entrada y si te interesa el tema, mejor invertir en un libro (al final recomiendo uno).

Hay un momento especialmente impactante en la vida de Napoleón, relatado por muchos testigos. En una ruta del este de Francia, cerca de Grenoble, Bonaparte se enfrentó solo, desarmado y a pie, a un regimiento que lo venía a apresar en nombre del Rey. Abrió su célebre capote gris y dijo: “Soldados, si alguno quiere disparar a su Emperador, aquí me tienen…” Terminó llevado en andas por los uniformados que, al reconocerlo, rompieron filas para correr a su encuentro y se rindieron nuevamente a su magnetismo.

Esa escena, cinematográfica como pocas, es rebajada a un cuadro confuso y carente de toda emoción, protagonizado por un Joaquin Phoenix que languidece durante las 3 horas con expresión abúlica y sin lograr en ningún momento recrear el carisma que cautivó a los contemporáneos de Bonaparte.

Lamentable, pero para nada sorprendente.

Conscientes de que no bastó con el destierro en la isla de Santa Helena, a miles de kilómetros de toda civilización, para apagar el brillo de una figura que sigue despertando admiración, los británicos no abandonan jamás la campaña antinapoleónica. Intencionadamente o no, esta película es un producto más de esa obsesión. Como es habitual, el guion obvia el hecho de que, para combatir a Napoleón, Inglaterra se alineó con la reacción contra la revolución, al respaldar y defender a las más rancias coronas europeas. El resultado político de Waterloo fue la restauración en el trono de Francia de los decadentes Borbones.

Las motivaciones inglesas, además, poco tenían que ver con ideales de emancipación de pueblos supuestamente sojuzgados por un tirano sino más bien con su afán de abrirse mercados en el mundo. De ser necesario, a cañonazos. O a golpe de opio, como lo harían poco después en China.

Tanto a Ridley Scott como a Joaquin Phoenix les sobra talento. Por lo tanto, no hay excusas para este bodrio, más aún considerando hasta qué punto un carácter y una trayectoria como los de Napoleón casi no necesitan ser novelados.

Hegel, Goethe y Beethoven fueron algunas de las personalidades que se fascinaron con un Napoleón al que Ridley Scott se empeña en menoscabar.

Una fascinación que no se acaba. El filósofo Roland Barthes se maravillaba observando el daguerrotipo de Jerónimo Bonaparte, hermano de Napoleón, y decía: “Veo los ojos que vieron al Emperador”.

En 1841, el escritor Víctor Hugo, testigo de la epopeya napoleónica, dio este discurso: “A comienzos de este siglo, Francia era para las naciones un magnífico espectáculo. Un hombre la llenaba entonces y la hacía tan grande que ella llenaba Europa. Este hombre, salido de las sombras, había llegado en pocos años al más alto reinado que haya alguna vez sorprendido a la historia. Una revolución lo había engendrado, un pueblo lo había elegido, un Papa lo había coronado. Cada año, alejaba las fronteras de su Imperio. Había borrado los Alpes como Carlomagno y los Pirineos como Luis XIV; había construido su estado en el centro de Europa como una ciudadela, dándole bastiones y avanzadas diez monarquías que había hecho entrar a la vez en su Imperio y en su familia. Todo en este hombre era desmesurado y espléndido. Estaba por encima de Europa como una visión extraordinaria”.

Eric Hobsbawm, historiador inglés insospechado de bonapartismo, escribió, en La era de la revolución, 1789-1848: “Un hombre indudablemente brillantísimo, versátil, inteligente e imaginativo. (…) Como general, no tuvo igual; como gobernante fue un proyectista de soberbia eficacia, enérgico y ejecutivo jefe de un círculo intelectual, capaz de comprender y supervisar cuanto hacían sus subordinados”.

Ridley Scott se jactó de conocer en detalle la vida de Napoleón pero se encargó de disimularlo muy bien. Optó por una caricatura indigna de su trayectoria como realizador de Blade Runner, Alien o Gangster Americano.

Ante las primeras críticas, dijo que una película no es una clase de historia, lo cual es cierto. Pero el séptimo arte debe conmover y este film no lo hace. Ni siquiera entretiene porque la renuncia a un relato épico le quita todo atractivo.

Las licencias históricas en un guion que pretende resumir en 3 horas una vida extraordinaria, llena de acontecimientos fascinantes —cada uno de los cuales justificaría varias horas de rodaje—, son entendibles, siempre y cuando no tergiversen el curso profundo de las cosas. Así por ejemplo situar a Bonaparte en París al momento de la caída de Robespierre, vaya y pase, aunque en realidad estaba en el sur, bajo arresto y con riesgo de ser fusilado por jacobino. En cambio, decir que Napoleón regresó de Egipto con el solo fin de castigar a su esposa infiel, cuando en realidad lo hizo porque sabía que Francia estaba en una grave situación militar y política y que por lo tanto se abrían para él oportunidades de protagonismo, ya es otro cantar.

Ridley Scott es feminista —o finge serlo— y trata a Napoleón con una reduccionista perspectiva de género, totalmente anacrónica. De acuerdo a la película, en 1814, Bonaparte huye de la isla de Elba, donde fue confinado después de su primera abdicación, únicamente para reencontrarse con Josefina, de quien está separado desde 1809, por la que ya no siente sino un cariño fraterno y que además ¡había muerto casi un años antes! Un completo absurdo.

De hecho, ella murió no sin antes serle desleal una vez más, paseándose en público por París del brazo del zar Alejandro, enemigo del Emperador desterrado. Podría decirse que Josefina pagó cara esta última traición, ya que fue en las salidas con el soberano ruso que atrapó una neumonía fatal.

Como Alejandro Magno, Bonaparte cambió la faz del mundo: sus campañas modelaron un nuevo mapa geopolítico; y no sólo en Europa. También en América. El que no conozca la epopeya napoleónica, no se enterará de ella por la película.

Pero la mayor falsificación en la que incurre Scott es poner a Josefina en pie de igualdad con Napoleón, cuando a Josefina ni siquiera le interesaban los asuntos de Estado. Solo disfrutaba de las mieles del poder. Jamás tuvo participación en el gobierno de Napoleón ni él la consultaba en esos asuntos.

Pero el feminismo es la impostura del momento y sirve al nuevo intento de opacar la gloria de Napoleón. La película no termina de dejar en claro si Bonaparte fue un machista o un manejado, a tal punto el director se obsesiona —y se pierde— con la supuesta intimidad conyugal del personaje, en escenas que dicen más sobre la psicología de Ridley Scott que sobre la del Emperador.

Así, el estratega político y militar, el gran estadista cuyas creaciones lo sobreviven dos siglos después, resulta ser un opaco jefecito, que ni ambición exhibe, rendido a los pies de una digna Josefina que, en un diálogo final desopilante, le pasa factura diciéndole que otro habría sido su destino si le hubiera hecho caso a ella…

En el salón de Madame de Tallien, Napoleon conoció a Josefina de Beauharnais, una viuda algo mayor que él, madre de dos hijos, y se enamoró locamente. Sus cartas son testimonio suficiente de la clase de pasión que experimentó por ella. Maravillosamente escritas además porque tenía una pluma privilegiada, la misma que volcaba en sus partes de batalla y, más tarde, en sus memorias. Tanto en la concisión como en el exceso, sabía emocionar. A una mujer, a sus pares, o a sus soldados, en quienes despertó entusiasmo, entrega y lealtad durante toda su trayectoria.

Josefina no tomaba muy en serio el cortejo de Napoleón, hasta que el Director Paul Barras le prometió que le daría una jefatura militar y entonces empezó a mirarlo con otros ojos.

Napoleón y Josefina se casaron, mientras él no cesaba de redactar planes de conquista de Italia. El jefe del Ejército del Sur, harto de recibir los textos de Bonaparte, desafió: “Este plan es la obra de un loco, que venga a ejecutarlo él mismo”.

El desafío fue recogido y en 1796 Napoleón fue nombrado jefe del Ejército de Italia. Allí nació la leyenda. Bonaparte se hizo cargo de una tropa mal nutrida y peor equipada a la que supo insuflar mística: “Soldados, estáis desnudos y mal alimentados; mucho os debe el gobierno, pero, por ahora, no puede daros nada. (…) Yo quiero conduciros a las más fértiles llanuras del mundo. En ellas encontraréis honor, gloria y riqueza. ¿Será posible que carezcáis de valor y de constancia?”.

Insólitamente, este episodio no aparece en la película. Las tropas de Napoleón, cuando se confirmaron sus promesas, llegaron a idolatrarlo. Se inició entonces una sucesión de victorias, por las cuales Francia le arrebó Italia a Austria.

“Bonaparte vuela como el relámpago y golpea como el rayo”: genio de la comunicación, Napoleón dictó él mismo los partes de guerra que llegaban a París donde encendieron las imaginaciones y le valieron a su esposa Josefina todo tipo de honores que ella aceptó encantada, feliz de ser el centro de la atención pública.

La misma pasión y poesía puso Napoleón en las cartas a Josefina: Me despierto lleno de ti. Tu retrato y la entrevista embriagadora de anoche no han dejado reposo a mis sentidos. ¡Dulce e inigualable Josefina, si tú supieses el extraño efecto que causas en mi corazón!”.

Regresó a Francia, pero no era hombre para estar quieto. Aceptó entonces conducir una expedición a Egipto, cuya finalidad era cortar la ruta de las Indias a los ingleses.

Esta campaña no llegó a cumplir todos sus fines geoestratégicos, pero Napoleón se había hecho acompañar por una comitiva de académicos, dotando a la expedición de un carácter científico cuyos logros en ese plano compensaron el fracaso y siguieron alimentando su fama. Sin mencionar el legado que dejaron: entre otras cosas, el hallazgo de la piedra de Rosetta que permitió a Champollion descifrar la escritura jeroglífica de los egipcios.

Es verdad, como muestra la película, que fue en Egipto donde finalmente le cayó el velo que le impedía creer en las infidelidades de Josefina. Uno de sus más cercanos colaboradores le contó la verdad. Pero, a diferencia del guion, Napoleón no reaccionó embarcándose hacia Francia, sino tomando una amante. Algo más profundo sucedió: es el fin de su enamoramiento. Dejó de querer a Josefina del modo apasionado de los inicios de la relación.

Volvió a Francia decidido a romper con ella. Oliendo el peligro, al enterarse de que él había desembarcado en el sur de Francia, Josefina salió a su encuentro con tanta mala suerte que se desencontraron y él llegó a la casa vacía. Napoleón ordenó al mayordomo no dejar entrar a su esposa. Ella pasó varias horas suplicando en la puerta y fue finalmente por intercesión de sus hijos, Eugenio y Hortensia de Beauharnais, a quienes Napoleón adoraba, que él aceptó perdonarla. Pero la relación había cambiado por completo: Josefina permaneció en el hogar, disfrutando de una vida acomodada pero ya retirada de las lides amorosas. Los roles se inviertieron y era ella —que lo despreciaba y desvalorizaba cuando lo conoció— la que lo celaba y sufría por sus infidelidades pero más por temor a perder su privilegiada posición que por apasionamiento.

Él, en tanto, le profesó un cariño fraterno pero en adelante su pasión tuvo otras destinatarias. Su romance más intenso fue con María Waleska, una patriota polaca que lo amó desinteresada y sinceramente y le dio un hijo, el conde Alexandr Waleski, de gran parecido con Napoleón. Ella sí le fue leal hasta el fin e incluso lo visitó en Elba.

Alexander Waleski, hijo de Napoleón

En cambio, la conducta de Josefina luego de la abdicación de Napoleón, demostró a las claras que siempre fue una inconstante en sus sentimientos y una desleal en lo político. La película, aunque hace eje en el vínculo matrimonial, no refleja nada de esto.

Perdón que espoilee, pero el film de Ridley Scott se cierra con una lista de las batallas napoleónicas con el número de muertos al lado, como una cuenta de almacenero… Un pobre recurso cinematográfico para resumir todo lo que obvia la trama, y una bajeza histórica. Atribuir en exclusiva a Bonaparte los muertos de las guerras napoleónicas es malintencionado y falso, ya que esas campañas fueron desencadenadas primero por el ataque a la Francia revolucionaria por parte de quienes temían que el contagio de las ideas de libertad e igualdad pusiera fin a sus privilegios feudales y absolutistas. Más tarde porque la expansión napoleónica representaba una amenaza para los intereses británicos.

Las campañas de Bonaparte diseminaban las ideas de libertad y república por toda Europa —y más allá—, desarmando imperios, despertando nacionalismos e incidiendo de esta forma en la futura configuración del mapa de Europa. La unificación de Italia y de Alemania tienen sus raíces en la era napoleónica.

Napoleón no hizo sólo la guerra. Hizo grandes cosas en el plano civil, político e institucional.

Convertido en Primer Cónsul, Napoleón cerró la etapa revolucionaria, instaurando un orden necesario y anhelado. A la vez, consolidó e institucionalizó muchas de las conquistas revolucionarias: la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia y de empresa, la abolición de los privilegios de cuna.

Promulgó un Código Civil que fue modelo en casi todo el mundo occidental y cuyos principios siguen vigentes hasta hoy. Reconcilió a Francia con la Iglesia Católica —la Revolución había abolido ese culto sustituyéndolo por uno civil, un ateísmo de Estado— y reorganizó la administración, creando muchas instituciones que todavía rigen la sociedad francesa.

En la gran vía abierta por la epopeya de Napoleón, muchos hombres que, en el corset que representaban los órdenes sociales en el Antiguo Régimen, no hubiesen podido trascender, hicieron carreras fulgurantes, llegando a conducir ejércitos, gobernar países, ocupar tronos y fundar dinastías. Su gobierno dejó huellas imborrables en París: la columna Vendôme, la Iglesia de la Madeleine, los arcos de triunfo del Carrousel y de l’Étoile, el edificio de la Bolsa, entre otros. Y su inconfundible inicial “N” grabada en piedra en varios puentes sobre el Sena.

El historiador Thierry Lentz, director de la Fundación Napoleón, sostiene que se exageraron las cifras de los muertos en las guerras napoleónicas. “Francia, en 15 años tuvo menos de un millón de muertos. Para Europa, la cifra es de 2,5 millones. La guerra de los Treinta Años (1618-1648) dejó 11 millones de muertos en Europa. La Guerra de los Siete Años (1756-1763), dos millones”.

Es notable ver cómo el progresismo reivindica la sangrienta Revolución Francesa, cuya violencia no parece indignar, mientras que Napoleón es presentado siempre como un monstruo sediento de sangre. Existe un evidente doble rasero cuando la Revolución Francesa es venerada, estudiada y hasta sacralizada. Poco y nada se dice sobre el Terror, la guillotina, la persecución, el caos social y la guerra civil implacable, realidad a la cual Bonaparte puso fin, sin por ello volver al Antiguo Régimen. Cuando la derecha mata, es genocidio. Cuando lo hace la izquierda es el parto de la historia.

Desde 1816, el célebre escritor francés Stendhal observó indignado cómo se empezaba a deformar la historia de la que él fue testigo. Eso lo impulsó a escribir su Napoleón, que lamentablemente dejó inconcluso pero cuyos borradores y capítulos incompletos fueron publicados.

“Escribo esta historia tal como hubiera querido hallarla escrita por otro de talento similar. Mi objetivo es dar a conocer a este hombre extraordinario, que amé en vida, que estimo ahora por todo el desprecio que me inspira lo que vino después de él”, dijo el autor de Rojo y negro. “¡Cuántas falsedades dichas sobre Napoléon!”, lamentaba.

Para Stendhal, Napoleón era “el hombre más grande que haya aparecido en el mundo después de César” y “el hombre más sorprendente después de Alejandro”.

Sus apuntes contienen dos citas imperdibles. Una, del aristócrata y filósofo de la Ilustración, Antoine-Louis-Claude Destutt, marqués de Tracy: “Nos aburrimos desde que no está Napoleón. Todas las ciudades se han vuelto deprimentes. Europa parece privada de sol; extraño tirano éste que es llorado por todos sus súbditos (…), extraño tirano aquel por el que hacen falta leyes crueles después de su caída para impedir a sus súbditos llorarlo”…

Frase que evoca episodios que los argentinos hemos vivido.

Stendhal reprodujo también una descripción de Napoleón hecha por Francesco Melzi d’Eril, duque de Lodi: “Su lenguaje, sus ideas, sus modales, todo en él era asombroso y original. En una conversación, como en la guerra, era fértil, lleno de recursos, rápido para discernir y presto a atacar el lado débil de su adversario (…) De todas sus cualidades, la más sobresaliente, era la sorprendente facilidad para concentrar voluntariamente su atención sobre un tema cualquiera y mantenerla fija en ello durante varias horas sin pausa (…) hasta encontrar la mejor alternativa según las circunstancias. (…) Naturalmente irritable, decidido, impetuoso, violento, tenía el sorprendente poder de volverse encantador y, a través de cortesías bien administradas y un entusiasmo halagador, conquistar a las personas que se quería ganar”.

La película está a años luz de transmitir algo de esto. Admito que me frustré, porque tenía la expectativa de un buen film sobre Napoleón.

Queda el consuelo de que este estreno ha tenido una consecuencia feliz, seguramente no buscada: la reedición de la extraordinaria biografía de Emil Ludwig (esta vez por la editorial Prometeo, pero existen muchísimas ediciones de este libro). Sin dudas, el retrato mejor logrado de Napoleón Bonaparte.

Fuente: infobae.com

 

Compartir en:

ARTÍCULOS RELACIONADOS
- Advertisment -spot_img

Post más vistos